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RAMON LEZ

domingo, 1 de mayo de 2011

FELICIDADES MAMA

Mamá, vista por cuarenta grandes de la pintura
Juliet Heslewood ha recogido en el libro ‘Cuarenta grandes artistas retratan a sus madres’ (Editorial Blume) pinturas y dibujos que figuras como Van Gogh, Picasso o Durero hicieron de sus progenitoras.
PILAR MANZANARES
Dicen que madre no hay más que una, aunque sea la del cordero. Por supuesto, no hablaremos aquí de nuestras madres, sino de otras que por el arte de sus hijos se conservan en pinacotecas del mundo entero. No se escandalicen, hablamos solo de sus retratos, aquellos para los que con paciencia posaron sin percibir sueldo alguno.
Rara vez son pintadas jóvenes y a menudo aparecen como viudas, como bien señala Juliet Heslewood, autora del libro Cuarenta grandes artistas retratan a sus madres, que acaba de publicar la Editorial Blume. No es raro, dado que ni los pintores eran niños cuando manejaban con arte sus pinceles ni los 40 años de ahora se corresponden con los de antaño. Como buenos hijos, y a pesar del realismo de la mayoría de los rostros pintados, los artistas mostraban una tendencia a elevar la escala social de sus madres, algo que casi siempre lograban a través de los ropajes.
Un ejemplo es el del pintor ruso Alexey Venetsianov, que alcanzó una gran popularidad por sus imágenes de campesinos rusos, pero que «retrató a su propia madre luciendo sedas de colores relucientes y el tocado de una mujer que, gracias a su hijo, había alcanzado una posición social más elevada que la que tenía al nacer», señala Heslewood. Durero decía que el retrato «conserva el aspecto de la persona después de su muerte» y dibujó a su progenitora unos meses antes de que falleciera, con su rostro enjuto, huesudo, lleno de arrugas y con unos ojos que miran fijos a ninguna parte.
No obstante, hay algún retrato en el que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, como el Retrato de la madre del artista que Juan Gris pintó en 1912 y en el que, fruto del cubismo, su progenitora se convierte en una bella serie de planos cruzados en tonos marrones y grises.
Vincent van Gogh y Paul Gauguin, los dos únicos miembros de una comunidad de artistas que «el loco del pelo rojo» quiso crear en Arlés, al sur de Francia, coincidieron en pintar a sus madres a partir de unas fotografías. Pero sin ceñirse a aquellas imágenes tan grises. Así, el primero decidió pintar a Anna Cornelia van Gogh-Carbentus como la veía en su memoria, destacada sobre un fondo verde. Ese mismo año, ella volvía a estar presente en Recuerdos del jardín de Etten, del que Van Gogh decía: «El uso deliberado del color, el violeta oscuro teñido con el amarillo limón de las dalias, me sugiere la personalidad de mi madre».
Por su parte, Alime Marie-Chazal, hija de la célebre feminista Flora Tristán y niña de la que Georges Sand escribió que poseía «el aspecto de un ángel», se convirtió, en el retrato que Gauguin le dedicó, en una mujer de labios gruesos y nariz ancha por el deseo del artista de hacer hincapié en su ascendencia peruana.
Elizabeth Aubert, hija de un torero, es la mujer que cose tranquila mientras escucha a su hija Marie en el lienzo Muchacha al piano. Una mujer que en 1839 dio a luz a sus dos bebés, Paul y Matie, antes de casarse con el padre, Louis-Auguste Cézanne, con quien había mantenido una relación secreta. Una madre que siempre confió en que su hijo Paul tendría éxito, a pesar de las dudas de su marido, incapaz de entender que una persona pudiera trabajar con otra intención que no fuera la de hacerse rico. Un fiel apoyo que, junto a su hija, consiguió convencer al esposo de que Cézanne no estaba hecho para las Leyes, sino para estudiar pintura en París.
El mismo apoyo prestó Adèle Zoë Tapié de Céleyran, condesa de Toulouse-Lautrec, a su vástago Henri, aquejado de serias discapacidades físicas. En los retratos de su madre se nota la especial sensibilidad que hacia ella sentía. «La condesa Adéle aparece con los párpados pesados, mirando hacia abajo. El motivo, en algunos casos, es que posaba mientras leía», observa Heslewood.
Y de su madre, María Picasso López, tomó su nombre artístico Pablo Ruiz. Contaba doña María que la primera palabra del genio malagueño fue «piz», de «lápiz», quizás por eso ni ella ni su padre, profesor de dibujo, pudieron disuadirle de convertirse en artista. Su madre fue la primera de las muchas mujeres que posarían para sus pinturas.
Sencilla, con ojos amables y abundante cabello, solo un rasgo disgustaba a su hijo: «Doña María era de baja estatura (se dice que a Picasso le avergonzaba que, sentada, los pies no le llegaban al suelo). No obstante la viuda del artista, Jacqueline, afirmó que, aunque a él le incomodaba el aspecto poco agraciado de su madre ambos tenían una relación llana, cuenta Heslewood.

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